El reflejo de la bandera parece dormir al fondo del agua, arrullado por los sonidos de las trompetas que entonan el himno nacional.
Las cámaras de prensa roban imágenes a los jóvenes buzos convocados por el parque a limpiar el lago. Veinte voluntarios, ninguno mayor a los dieciocho años, se sumergen en las aguas, que yacen ahí desde que en mil ochocientos noventa y ocho se vaciaron en el inmenso estanque bajo el gobierno de Porfirio Díaz, entre rincones y ahuehuetes, jardín de reposo y poesía de Moctezuma y Nezahualcóyotl; casa de emperadores y presidentes.
Hace frío. Los chicos se separan en parejas, cautelosos ante lo que puedan encontrar. Está oscuro; Gerardo mientras cala, piensa en el tibio mar Caribe, en los arrecifes de peces que contrastan con el agua verde y sucia en que nada. Farid, que bucea a su lado, le muestra una lancha oxidada que entre los dos jalan a la superficie, y después de un par de horas, está repleta de desperdicios: pelotas, botellas, envolturas y ceintos de colillas de cigarro. Se termina el oxígeno, y salen a cambiar los tanques. Toman agua. Farid se quita el traje de neopreno con los huesos penetrados de frío; Gerardo tirita y pide otro tanque. Su amigo lo mira con desgano.
-Quiero sacar la caja que vimos al principio.
-Olvídalo, es imposible… debe tener años enterrada. Si no logramos hacerlo juntos, menos podrás hacerlo solo.
-Llevo herramienta. Si te aburres, me alcanzas.
Se tira de nuevo y va directo a la caja. El cincel y martillo son de gran utilidad. No avanza con rapidez, pero tiene paciencia, cuando logra liberarla, está casi sin aire, se acerca a la orilla y se acuesta junto a un árbol. Se retira el equipo, observa con detenimiento lo que parece un veliz de piel enlamada. Toma de nuevo el cincel y pega con el martillo. Se abre. Observa. El aire frío se mezcla con el sudor que corre por su frente. Tiene miedo. Empuja la maleta con el pie. Sale agua, se hinca y su contenido se presenta ante él como un tesoro de la época de Barbarota: un reloj inservible; ahogadas dentro de una caja, fotos sin imágenes, cartas ilegibles, pedazos de papel que se deshacen al contacto con sus manos. Una virgen de porcelana desgastada por el salitre, un huevo de Fabergés, un Cristo de plata que agradece lo haya salvado de la asfixia, y una urna cerrada herméticamente, la cual abre con movimientos ágiles. Encuentra cenizas y una pequeña bolsa bordada, que, impregnada con el polvo gris, contiene, además, algunas fotos fechadas en los años veintes y un sobre cerrado. Es pasado el mediodía, el sol calienta. Gerardo está helado.
La vasija tiene un nombre, Miguel. Son sus cenizas. Las fotos color sepia le dan cara a la muerte. Miguel de lado, Miguel con una mujer, Miguel de frente. Enterrado; en la bolsa de plástico, en la urna, en la maleta, en el lago.
Rasga el sobre. Desdobla el papel amarillo por el tiempo, regresa a otra década, mientras lee la tinta negra que resalta en un papel delgado y fino:
Te fuiste. Te fuiste y me dejaste. No me diste oportunidad de darme cuenta que tu falta me iba a dejar sin ti, sin nosotros. Y ya es tiempo de que te vayas y yo te deje. Han pasado tantas cosas desde que no estás. Insisto en que es hora de dejarte ir, porque pronto también y me marcharé y quiero alcanzare. Te lloré, un día te prometí que cuando murieras no lo haría pero lloré y lloré. Vino a verme el maestro Posadas, hizo una cruz de cenizas en el lugar donde te encontré muerto, y juntos alzamos una ofrenda para ti, aunque no era Noviembre. Ahí estabas, a caballo, seguro esperando que tu alma saliera del purgatorio, porque te amo, pero se que no eras santo. Prendí cirios morados, aunque el duelo lo llevo por dentro, y puse bien orientados los cirios de cruz para asegurarme que encontraras fácil el camino a casa; el aguamanil, el jabón y la toalla, dudé en ponerlos, porque tenía la esperanza de que de veras regresaras y te limpiaras en el lavabo de la casa, aquí junto a mi, donde en la mañana me dabas besos. Saqué de entre las cajas de la covacha, la jarrita de tu abuela para ponerte agua, y Diego te compró el mezcal que tanto alababas, pero ni así te apareciste de a de veras, sólo en sueños, y en los sueños no podía gritarte el coraje que me daba que no estuvieras. ¿No te diste cuenta del copal que prendí en la entrada para alejar a los malos espíritus y el coloqué cempasúchil que adornó toda la casa? José Guadalupe hizo un grabado de calaveras bailando, y vinieron Tina y Clemente a traerte comida. En ese rato alumbré la casa con velas, que se fueron apagando, Miguel, y desde entonces, no tengo luz.
Luego vino Vasconcelos despedirse de ti. Como le gustó tu ofrenda. Me pidió que trabajara con él para hacer del día de muertos una tradición nacionalista, con aspectos indígenas para darle un sentido de identidad. Le expliqué lo que tu me contaste, que la tradición indígena es un telar del culto prehispánico y el catolicismo popular del Mediterráneo, y que de ellos tomaba o la idea de que el mundo de los vivos y los muertos están comunicados, y que ésta era tu fiesta y no sabía si podía hacerla para los demás. Pero todos me ayudaron Miguel, tus amigos aristócratas, los artistas y los intelectuales, y hoy en cada colegio, museo y casa de la cultura, se levanta la ofrenda de muertos, y también les ponen papel picado, calaveras de azúcar, y de rimas, porque a los chistes de la muerte ahora les dicen calaveras. Entonces tu ausencia sirvió de algo. Aunque no a mi Miguel, porque te extraño todos los días desde que me levanto.
Han pasado tantas cosas desde que no estás. Hubo un terremoto en Tokio, a Einstein le dieron el premio Nóbel, y un señor Lindbergh voló en un avioncito de Paris a Nueva York, cruzó el atlántico sin escalas. ¿Y tú viaje cómo fue Miguel? ¿Tocaste la otra orilla? En España hubo una guerra civil, un loco alemán persigue judíos y cuentan historias terribles de lo que les hace. El año pasado, el presidente, que se llama Lázaro Cárdenas, nacionalizó el petróleo, abrió las puertas del castillo de Chapultepec, y no vive en él. Ahora es un museo y el jardín un parque; hoy ahí te llevo, para dejar que descanses por siempre en ese lugar que tanto te gustaba, como emperador de tu propio reino. Hasta que nos encontremos de nuevo
Farid vio acercarse a su amigo cansado cargando el tanque, y se carcajeó.
-¿De plano no pudiste?
-Lo que encontré, pertenecía al lago.
En la mano izquierda, empuñaba el crucifijo, que al contacto con su piel, dejaba libre correr por sus pulmones, aire.