La verdad nunca tuve miedo a escribir porque escribir es lo que siempre he hecho. Tampoco tuve miedo a los libros, al contrario, sigo pensando que pueden ser refugio, espejo y, si lo necesitas, también pueden ser nave espacial. Por todo eso decidí estudiar literatura y lejos de poner en tela de juicio si fue la decisión correcta o no (porque no tiene sentido hacerle esa clase de preguntas al pasado), es necesario reconocer que una parte de mí casi muere ahí.
El problema es que mis escritos nunca eran lo que “debían ser” según los teóricos y, poco a poco, solo dejé de intentarlo. Aun así, extrañaba escribir, extrañaba agarrar mis pensamientos y amasarlos, cortarlos, hacerlos más grandes o pequeños, —dependiendo de las frases en que los quisiera meter—, y dejar que los textos se me desbordaran del cuerpo solos, como había sido toda la vida. En ese tiempo, sentía que las palabras me rebotaban en la cabeza, tratando de salir y, aunque trataba por todos los medios de mantenerlas dentro, algunas lograban escabullirse a través de mis cabellos y caían en mis cuadernos, colándose entre lo que decían Adorno y Horkheimer sobre lo que debe ser la literatura; así, algunos fragmentos de poemas y comienzos de nuevas historias que nunca continué se quedaron instalados en los márgenes de mis apuntes.
Ahora me doy cuenta de que eran gritos de auxilio de esa parte de mí que le encantaba escribir, era su agonía convertida en la esperanza de ser escuchada. También me alejé de los refugios, los espejos y las naves espaciales, me preocupaba no tener “buen gusto” siendo la literata que estaba destinada a ser. El tiempo pasó y me alejé de ese mundo. Egresé hace dos años de la carrera y poco a poco voy sintiendo que las palabras se agolpan unas con otras en mi interior, quieren salir a toda costa. En las noches de lluvia, se me desbordan los ojos de ellas y salen en forma de lágrimas incontenibles; a veces quieren salir por mi boca, pero son tantas que siento que me ahogo; algunas ocasiones se me salen de los dedos y me pongo a escribir, pero yo ya he perdido tanto la práctica, que se me caen y terminan siendo un discurso desordenado, sin pies ni cabeza; cuando eso pasa, las tengo que recoger con pedacitos de cordura y aunque la mayoría de las veces, no las sé situar en el lugar perfecto pero ya eso me tiene sin cuidado.
Me doy cuenta de que no le debo perfección a nadie, ni en mis gustos, ni en mis textos, mucho menos a un grupo de señores (que ni siquiera conozco) que dictan las convenciones literarias. He vuelto a crearme refugios hechos de páginas y he reencontrado mi reflejo en las palabras que alguien más escribió, poco a poco, también he vuelto a subirme en naves espaciales, aunque en ellas no haya ningún galardón por ser la gran obra literaria. Probablemente mis escritos tampoco son buenos, podrían ser incluso de mal gusto, pero aquí estoy, leo y escribo y eso es lo único que importa.