La pequeña hormiga puede ayudar
Sof Ochoa
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Si fuera una secuencia cinematográfica
pondría la cámara arriba.
Una niña de once años levanta
la mirada hacia el lente.
Se detiene confundida y lo mira por tres segundos.
Suavemente baja el mentón para estacionar
sus grandes ojos inocentes sobre sus zapatos.
Se asombra de que no haya un charco caliente ahí
porque la sensación de ardor y alivio que acaba de explotarle
se asemejan al placer del escalofrío final de las meadas mañaneras.
La cámara es el punto de vista del hombre aquel
que con pose segura ahora la ignora.
Su madre acaba de encontrárselo en el supermercado.
Y es ella quien acapara su atención.
“Salúdalo”.
Pelo largo, playera, shorts demasiado cortos, piernas fuertes y lampiñas.
El look de Axl Rose la hace evocar rebeldía y libertad.
No había estado nunca frente a algo tan opuesto a su uniforme de peto azul.
Si esta reacción es una construcción
tan premeditada como los nutrientes en las latas
apiladas que la enmarcan en un interminable pasillo
de ofertas y luces fluorescentes, no puede siquiera preguntárselo.
Ni entender tampoco qué significa tanta piel tan lisa
rodeando tanto músculo
tan cercano a una trompa que nunca ha visto.
Si fuera un puercoespín, ya se hubiera refugiado en sus espinas.
Pero tiene que esperar la larga conversación entre estos dos.
Los lentos minutos dan para catalogarlo todo:
La fijación hacia las consecuencias de las piernas de un hombre,
la tierna sensación de calor en su interior,
la existencia de un interior intuitivamente exclusivo.
Frente a la luz de la ignorancia acaba de inventar
el catálogo de lo que a partir de hoy estará prohibido para siempre.
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